Era mi último día en Samarcanda y apenas podía dormir, los
recuerdos se agolpaban en mi cabeza y la
nostalgia ya invadía mi corazón.
Soñé que eran otros tiempos, remotos, mágicos como de cuento
de princesas. Soñé que mi caravana había llegado a la ciudad prometida. Todo
era ruido y alboroto. Estaba en el mercado: el aire olía a jengibre, clavo,
canela y clavo de olor. Los diamantes,
el cuero, los rubís, animales exóticos y plantas maravillosas llenaban el
espacio de color. La luz era distinta a cada momento. Se oían lenguas
extranjeras a cada paso, risas, riñas, ruido, música… vida.
Recuerdo que soñé que llegué
a unas grandes puertas ricamente decoradas y encima de ellas las cúpulas
turquesa se alzaban inmensas compitiendo con el azul del cielo. Entré por una
de esas puertas y desperté.
Era temprano. Abrí una
ventana y allí estaba la ciudad: las cúpulas azules, los dorados de las casas,
el olor a perfume exótico y a especias, el aire dormido y fresco, el sol apunto
de llenar todo el espacio con su luz y el misterio…La ciudad iba despertando y
ya se escuchaban los ruidos de la vida y se podía oler el café recién hecho.
Era hora de partir y nunca
borrar todo lo que ese lugar me había hecho sentir.
Samarcanda: ciudad inspiradora, remota, azul, exótica,
misteriosa y bulliciosa donde se confunden el sueño y realidad, donde el viento
es oro y eternidad, donde la luz es extraña como extraña es la ciudad. Noches
frías, días cálidos y toda la eternidad para nunca cansarse de esta antigua
ciudad.
Hola Ana, he cambiado la entrada y espero que esta vez esté bien. Un saludo, Violeta.
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